AGUA
Andando con un paraguas en la mano. Está lloviendo. No sé hacia donde me dirijo pero si tengo claro lo que voy a hacer.
Paseo a la vera de un pequeño río, todo es tranquilidad. Cruzo un puente, adentrándome en una pequeña zona llena de árboles, enormes, altos, que me protegen de la lluvia; pero los dejo atrás, hoy no los necesito. A mi derecha observo el roble que tan dulcemente me cobijó hace poco y a la izquierda rodeado de juncos, baja el agua del río, sin apenas ondulaciones.
Llego a un banco y me detengo; es el momento. Me quito la chaqueta y la coloco bajo el paraguas que sitúo abierto en el suelo.
Y me calo hasta los huesos, rodeada de montes, de naturaleza verde, de cielo lleno de preciosas nubes grises, azules, blancas y de pequeñas gotas de transparente agua que me caen encima.
Me relajo y levanto los brazos, alto, muy alto, uniéndose mi llanto al líquido que me moja la piel y la comunión es perfecta, sin miedos, sin dudas, dando las gracias por permitirme rozar ese instante.
A veces, no, muchas veces, nos aterra el momento de enfrentarnos a nuestros temores. Y los guardamos en el fondo de nuestra alma a fin de no sentirlos, de que no nos hagan daño, sin percatarnos de que están ahí, que aunque no nos demos cuenta condicionan nuestra vida de una forma terrible.
Hay que enfrentarse a ellos, con entereza, ya que si no lo hacemos, los años van pasando y los problemas van en aumento y la losa es cada vez más difícil de mover, más dura y consistente, teniendo al final que romperla a cañonazos.
En este mundo hay que mojarse, decidir llevar el paraguas abierto es el mayor error de todos; mojarse, dejando en el paragüero nuestros miedos y recelos, y entonces, sin apenas pensarlo, saldrá la luz del sol.
Paseo a la vera de un pequeño río, todo es tranquilidad. Cruzo un puente, adentrándome en una pequeña zona llena de árboles, enormes, altos, que me protegen de la lluvia; pero los dejo atrás, hoy no los necesito. A mi derecha observo el roble que tan dulcemente me cobijó hace poco y a la izquierda rodeado de juncos, baja el agua del río, sin apenas ondulaciones.
Llego a un banco y me detengo; es el momento. Me quito la chaqueta y la coloco bajo el paraguas que sitúo abierto en el suelo.
Y me calo hasta los huesos, rodeada de montes, de naturaleza verde, de cielo lleno de preciosas nubes grises, azules, blancas y de pequeñas gotas de transparente agua que me caen encima.
Me relajo y levanto los brazos, alto, muy alto, uniéndose mi llanto al líquido que me moja la piel y la comunión es perfecta, sin miedos, sin dudas, dando las gracias por permitirme rozar ese instante.
A veces, no, muchas veces, nos aterra el momento de enfrentarnos a nuestros temores. Y los guardamos en el fondo de nuestra alma a fin de no sentirlos, de que no nos hagan daño, sin percatarnos de que están ahí, que aunque no nos demos cuenta condicionan nuestra vida de una forma terrible.
Hay que enfrentarse a ellos, con entereza, ya que si no lo hacemos, los años van pasando y los problemas van en aumento y la losa es cada vez más difícil de mover, más dura y consistente, teniendo al final que romperla a cañonazos.
En este mundo hay que mojarse, decidir llevar el paraguas abierto es el mayor error de todos; mojarse, dejando en el paragüero nuestros miedos y recelos, y entonces, sin apenas pensarlo, saldrá la luz del sol.
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