CIUDAD
Oímos la palabra ciudad y ¿qué evocamos?, ¿qué imágenes vienen a la memoria? ¿Acaso la Torre Eiffel, el Obelisco, el Empire State, el Maracaná, la catedral de San Pedro, la calle Joung, la plaza de San Marcos? ¿Acaso avenidas, puentes, malecones, casas, parques, fuentes, murallas, ruinas?
Ciudades que se pierden en la distancia y en el tiempo; urbes, metrópolis del ayer, rescatadas de las cenizas, del mar, de la selva o el olvido. Ciudades con rascacielos, avisos, colores y muchas luces.
Pero olvidamos el origen, el punto de partida, porque más allá de todo eso, y más acá de esta página, ciudad no es nada distinto al hombre, al ser humano, a la necesidad de amparo, de protección, a la convivencia. Ciudad sin civilización, sin cultura, sin hombres y mujeres, no es posible.
Las ciudades se inventan cada día, se construyen y se recrean cada año, época tras época. Las murallas, las ensenadas, los pantanos, fueron para la defensa; aldeas, pueblos y ciudades, junto a ríos o quebradas, para preservar la vida. Otras ciudades, se dibujaron, se trazaron en planos, se olvidaron a las gentes, a las personas, a los que deberían cruzar los insondables abismos repletos de autos, los laberínticos puentes, los escabrosos andenes, los escarpados edificios; por ir tras Dios en las alturas, perdimos la noción de humanidad.
Ciudad, producto del bien común, de la suma de esfuerzos. En la antigua Grecia, todo era público, todos responsables de todos, del gobierno, de la administración, del cuidado y del bienestar general. Ciudadanos, hombres con derechos y obligaciones. Después, los servicios, los lugares comunes, el tránsito, la afluencia, el movimiento. ¿En qué momento se pierde la noción de lo público? ¿En qué momento olvidamos al otro, al que marca la diferencia, al que nos invita a la reflexión?
Ciudad, en sí misma, encierra necesidades específicas y respuestas específicas. Evidente, obvio, que si un ciudadano no puede ver las señales luminosas, no puede leer el rojo de peligro, el pare, el siga, lo lógico sería que la información fuese posible leerla con el tacto. No sólo el tacto de las manos, con toda la piel, con el pie, con el bastón. Un andén con texturas, con rizados, superficies lisas o corrugadas, puede ser leído, puede ser cifrado, puede avisarle al que no ve, donde hay una rampa, una escalera, donde finaliza el andén, donde hay un borde, donde hay un teléfono público, una caseta o una obra. Los semáforos como cambian de luz, pueden cambiar de sonido, y el sonido igual que la luz indicará alto o siga.
Una calle con hombres y mujeres que se detengan a reconocer al otro, a su semejante, con la solidaridad a flor de piel. Buses con entradas y salidas al borde del andén, anchas, para coches de bebé, para sillas de ruedas, para carros de mercado o paquetes. Andenes libres, amplios, para que los niños jueguen, caminen y corran de la mano de los abuelos. Terminales, puertos, parques, calles, ciudades de todos y para todos, donde los pentatlonistas olímpicos sean unos cuantos y tengan sus estadios de práctica y los ciudadanos, ciudades reposadas y tranquilas.
Ciudades desde el amor, desde el otro borde, desde el otro, desde los ojos y las manos, desde los jardines. Ciudades desde el confort, ciudades que crezcan y se recreen en la diferencia, en el hombre que sueña, en la mujer que espera un bebé, en la vigilia de los abuelos, en los abrazos. Ciudades para ser leídas con las manos, con los pies, con los ojos o con los oídos, no importa, para ser leídas.
Ciudades para ser caminadas, recorridas, abrazadas, no importa si hay piernas o brazos. Ciudades para ser olfateadas. Ciudades para los besos y los juegos, para los atardeceres, para descubrir astros, para nombrar constelaciones, para esperar que amanezca.
Dean Lermen G
Ciudades que se pierden en la distancia y en el tiempo; urbes, metrópolis del ayer, rescatadas de las cenizas, del mar, de la selva o el olvido. Ciudades con rascacielos, avisos, colores y muchas luces.
Pero olvidamos el origen, el punto de partida, porque más allá de todo eso, y más acá de esta página, ciudad no es nada distinto al hombre, al ser humano, a la necesidad de amparo, de protección, a la convivencia. Ciudad sin civilización, sin cultura, sin hombres y mujeres, no es posible.
Las ciudades se inventan cada día, se construyen y se recrean cada año, época tras época. Las murallas, las ensenadas, los pantanos, fueron para la defensa; aldeas, pueblos y ciudades, junto a ríos o quebradas, para preservar la vida. Otras ciudades, se dibujaron, se trazaron en planos, se olvidaron a las gentes, a las personas, a los que deberían cruzar los insondables abismos repletos de autos, los laberínticos puentes, los escabrosos andenes, los escarpados edificios; por ir tras Dios en las alturas, perdimos la noción de humanidad.
Ciudad, producto del bien común, de la suma de esfuerzos. En la antigua Grecia, todo era público, todos responsables de todos, del gobierno, de la administración, del cuidado y del bienestar general. Ciudadanos, hombres con derechos y obligaciones. Después, los servicios, los lugares comunes, el tránsito, la afluencia, el movimiento. ¿En qué momento se pierde la noción de lo público? ¿En qué momento olvidamos al otro, al que marca la diferencia, al que nos invita a la reflexión?
Ciudad, en sí misma, encierra necesidades específicas y respuestas específicas. Evidente, obvio, que si un ciudadano no puede ver las señales luminosas, no puede leer el rojo de peligro, el pare, el siga, lo lógico sería que la información fuese posible leerla con el tacto. No sólo el tacto de las manos, con toda la piel, con el pie, con el bastón. Un andén con texturas, con rizados, superficies lisas o corrugadas, puede ser leído, puede ser cifrado, puede avisarle al que no ve, donde hay una rampa, una escalera, donde finaliza el andén, donde hay un borde, donde hay un teléfono público, una caseta o una obra. Los semáforos como cambian de luz, pueden cambiar de sonido, y el sonido igual que la luz indicará alto o siga.
Una calle con hombres y mujeres que se detengan a reconocer al otro, a su semejante, con la solidaridad a flor de piel. Buses con entradas y salidas al borde del andén, anchas, para coches de bebé, para sillas de ruedas, para carros de mercado o paquetes. Andenes libres, amplios, para que los niños jueguen, caminen y corran de la mano de los abuelos. Terminales, puertos, parques, calles, ciudades de todos y para todos, donde los pentatlonistas olímpicos sean unos cuantos y tengan sus estadios de práctica y los ciudadanos, ciudades reposadas y tranquilas.
Ciudades desde el amor, desde el otro borde, desde el otro, desde los ojos y las manos, desde los jardines. Ciudades desde el confort, ciudades que crezcan y se recreen en la diferencia, en el hombre que sueña, en la mujer que espera un bebé, en la vigilia de los abuelos, en los abrazos. Ciudades para ser leídas con las manos, con los pies, con los ojos o con los oídos, no importa, para ser leídas.
Ciudades para ser caminadas, recorridas, abrazadas, no importa si hay piernas o brazos. Ciudades para ser olfateadas. Ciudades para los besos y los juegos, para los atardeceres, para descubrir astros, para nombrar constelaciones, para esperar que amanezca.
Dean Lermen G
4 comentarios
buho -
Un beso.
agarimo -
buho -
Un beso.
Corazòn... -
Si, la ciudades son mas q edificios... Tenemos q vivirlas, sentirlas, con todos los sentidos.
Muy bonito todo lo que tu escribes.
Un beso!
;o)